III – Ser escritor es peligroso


Tuve que esperar casi dos semanas antes de volver a verla. Sería demasiado aburrido (y cruel conmigo mismo) describir mi espera a lo largo de casi dos semanas, así que saltaré hacia el momento del reencuentro (todo el mundo sabe cómo son las esperas: uno espera y el resto no pasa). Puedo acotar, sin embargo, que efectivamente estuvo ella cerca de mi mente. Logré distraerme, por suerte, con una edición especial de un libro de Borges sin las faltas ortográficas corregidas. Escribí muy poco sobre ella...

Aquél día me dirigía a mi oficina como todos los días anteriores, esperando encontrarla allí sentada, frente a mi escritorio, a contraluz.

En mi oficina no hay muchas más cosas que mi escritorio; la mantengo austera porque siempre supe que, si algún día tenía que escribir sobre ella, la descripción sería mucho más rápida y podría concentrarme en lo que realmente quería escribir. En cualquier caso, no hubo mucho que escribir. Ella se levantó, caminó hacia mí y me susurró que se estaba yendo. Y se fue yendo hasta irse del todo.

La vi salir por la puerta de calle. Me llevaba una gran ventaja. Yo no sabía su nombre y no me atreví a llamarla por medio de una palabra que no hubiera sido creada para tal fin. Mientras trataba de alcanzarla y mis pensamientos me chorreaban en todas direcciones, sentí nuevamente aquél impulso de escribir a cualquier precio. Si no hubiera nada sobre qué escribir, lo inventaría. Era el momento perfecto. Esta vez estaba preparado, ya que hacía días que venía imaginando que escribía sobre ella cuando ella misma me sorprendía en tan encantador acto. Lamentablemente, gasté demasiado mi tiempo en imaginarlo y no hubo tal causa ni tal efecto. Pero al menos tenía en mis manos lápiz y papel.

Mientras trataba de darle alcance entre el mar de peatones, escribí dos o tres frases acerca de lo difícil que es escribir caminando. Sólo escribí las palabras clave, con la intención de reconstruir la visión cuando tuviera en mis manos un puñado más de la escurridiza materia tiempo. Cuando hube evacuado esos pensamientos, pude concentrarme y tomar conciencia de que estaba persiguiendo a una mujer desconocida desde hacía varios minutos. Escalofrío mediante, recordé cómo terminó Paul Auster por jugar al detective.

Mi caso era distinto. Estaba yo bien preparado para impedir que cualquier tipo de impedimento me impidiera emprender mi emprendimiento. Aún así, este capítulo va a ser más corto que el resto, porque siempre tiene que haber un capítulo más corto para poder tener un capítulo largo. El observador atento notará que cuanto más largo, menos ancho. Es cierto: las cosas largas siempre son menos anchas que las cortas, lo cual las pone en igualdad de condiciones. Así que... este es el capítulo ancho del cuento. Es una experiencia extraña, lo sé; pero no se desanime el lector: el capítulo siguiente va a ser dirigido por Steven Spielberg con sobredosis de post-producción.