IV – Acoplando los fragmentos de la confusión


Quise reconocer algún edificio, una antena, un árbol, un perro, algo, algo que me sugiriera dónde estaba, pero fue en vano. Me había perdido. Aunque no reconocí nada, supe, de alguna manera, como en un deja-vu, que sí conocía aquél lugar, sólo que no lo recordaba, que no podía estar lejos de mi oficina. Me dije a mí mismo: no estás perdido, sólo desorientado. Y seguí caminando tras ella, persiguiéndola, sin querer alcanzarla del todo.

Se desplazaba muy rápido, pero no como alguien que huele un depredador, sino como quien conoce perfectamente cuál es su destino y se dirige a él con confianza y precisión, sin pensamiento alguno al respecto. Al detenerse Ella en una esquina, aproveché para mirar mis notas, al tiempo que simulaba no estar persiguiéndola. Observé que casi todo lo que había escrito mientras caminaba era ilegible. De más está decir que yo nunca había actuado de esa manera antes de conocerla... Por primera vez un personaje escapaba de mí tan deliberadamente como había entrado en mi vida.

Reanudó la marcha y el punto de fuga de la calle se apoderó de mí como un abismo de acertijos. ¿Quién era? ¿Por qué quería que escribiera sobre ella? ¿Lo estaba logrando? ¿Cuántas cosas misteriosas habría en su vida para rellenar estas páginas? ¿Dormiría siempre sobre su lado derecho y con la ventana abierta?

Sí, estoy seguro, duerme del lado derecho -esas intuiciones de escritor jamás fallan-. Lo de la ventana abierta nada más me pareció poético.

He notado que no paro de hablar de mí y de otras cosas irrelevantes, lo cual ocurre porque no sé mucho sobre la persona a la cual quiero describir. Digamos que es una mujer desconocida. Si el rol del personaje es ser un desconocido, ¿cómo haría para describirlo? Digamos, simplemente, que es una mujer. Con un pequeño truco de palabras, tornamos mi total desconocimiento de la totalidad de las mujeres en un personaje totalmente creíble. A esta altura, el lector habrá imaginado que ella era bastante delgada y tenía largos cabellos negros que al viento le gustaba acariciar. Pero no, lamento decirlo. Era rubia y tenía una buena cantidad de carne pegada a los huesos. Sus senos tenían un diámetro sólo digno de ser medido con el compás de Hermes, y sus ojos brillaban como estrellas desterradas del firmamento. Y su sonrisa era inusual; y a las cosas inusuales hay que amarlas. Y hay que ser rápido en amarlas, porque es raro que las cosas inusuales duren demasiado; más bien, es inusual. Pero para no seguir escribiendo sobre cosas que todo el mundo ya sabe, continuaré con el relato...

Comencé a meditar sobre una cáscara de banana que yacía tirada en el piso, aprovechando que Ella se había detenido en otra esquina. No es que las esquinas no fueran un gran invento digno de ser biografiado, pero estaban por todas partes. La banana, en cambio, era una temática inusual con la que casi tropiezo. Podría haberla pisado y resbalado como un dibujo animado. Hubiese llamado la atención de los transeúntes abriendo toda clase de posibilidades para que ella descubriera que la estaba siguiendo. Un escritor debe ser sigiloso y jamás permitir que ninguna cáscara de banana lo desvíe de su principal objetivo: terminar el libro. Comenzar un libro es la tarea más fácil; lo difícil es terminarlo luego de haberme desviado tanto del comienzo (que al fin y al cabo era lo único que quería escribir). Pero volviendo al tema de esta peligrosa persecución: estaba ella en la esquina mientras yo observaba una cáscara de banana. La banana, por si no lo ha notado el lector, es una de las frutas más inteligentes que se le haya ocurrido jamás a un árbol, porque esconde sus semillas en donde nadie llega a comer, mientras que es una fruta que se puede comer caminando. Todo eso le asegura esparcir su progenie en cualquier zona donde haya humanos y monos.

El semáforo abrió el paso y la aglomeración de células humanas continuó su pleamar hacia las cálidas sombras de la miopía, y el flujo nos arrastró a ella y a mí hacia el siguiente capítulo.

Sólo en ese momento reparé en lo tarde que se había hecho. Pensé que para ser la primera vez que perseguía a alguien lo había hecho bastante bien, y que era hora de ir a dormir. Esa noche tendría un sueño maravilloso con Ella (y, probablemente, con la banana).

Quiero aclarar que el espacio en blanco que se deja entre cada capítulo de un libro es sumamente necesario. Es el único momento en que el personaje puede dormir y tener privacidad. Y porque es importante admitir que no lo sabemos todo y que son esas lagunas espirituales las que nos alimentan de intangible sed. Pero siendo yo poseedor de un increíble talento narrativo, me esforzaré en el siguiente capítulo en relatar lo que los personajes hacen en sueños durante esas líneas en blanco. El sueño existe tanto como el resto de las cosas.