Antojo


Quiero sumergirme en una tormenta de semifusas rabiosas, en remolinos que hamaquen las hojas del ser y hagan temblar el tiempo, en ráfagas impredecibles de átomos de cristal, en olas que salten desde lo profundo hacia la luz y se marchiten con el arte del primer amor al dejar su beso de sal en la arena, en susurros de sirena y tempestades de rocío, en espirales -de la mente a las estrellas, de la nada al infinito-. Quiero volar entre flechas y objetivos hacia el indistinto horizonte, entre martillos y clavos, entre música y oídos, entre sueños y dormidos, entre días y noches y entretantoentretenerme como un niño. Quiero medio kilo de helado de yin y yang, quiero que una peste obligue a la gente a sentir amor, quiero que la muerte se avergüence de algún día poder verte entre sus manos oscuras que disuelven toda posibilidad, toda locura, toda razón, toda mirada, toda creación. Quiero ser de los sentidos el sentido, de la locura el amor, de la razón la verdad, de la mirada lo que es visto y de la creación la nada primitiva de que es don.

IX - El otro mundo


Hizo una pausa para acentuar el dramatismo. No pudiendo eludir de la curiosidad sus rasguños salvajes contra la bóveda sensual que resguardan mis labios, arrojé contra el silencio una pregunta:

-¿Qué?

La respuesta se me volvió en imagen de abrirse una puerta que hasta entonces permaneciera tan cerrada que ni signo era de haber algo indefinido del otro lado, como el viento lo es al afinarse contra mi ventana de que debería vigilar mis velas, ya sea para que no se apaguen o para que no me adentren demasiado en la tempestad. De todos modos, al parecer, había dado yo sin quererlo con la extraña contraseña maestra de dicho artefacto. Esto es, para los incautos que se sorprenden de su propia sombra y los que no distinguen las notas del vino ni la melodía de un lenguaje extraño, lo cual puede entenderse de muchas maneras según la propia fortuna: que al preguntar por otro mundo se me abrió una puerta, literalmente, a mí.

No puedo, sin embargo de la aclaración, ya que embargar es una forma de ocultar, ocultar que yo mismo me sorprendí al sentir sobre mis ojos un suave látigo de luz.

Detrás de la puerta había un pequeño cuarto tapizado con su propia imagen sobre varios espejos. Curioso, ya que no había imagen original, o acaso lo era la última réplica. Ningún espejo de ciencia-ficción, con ciencia de un lado y ficción del otro, de esos que hacen que uno juegue al ajedrez con leones y unicornios, sino simples y mundanos espejos que nos representaban sin ninguna objeción como éramos, a no ser por aquél principio cuántico según el cual la observación modifica la realidad y, por extensión, cada vez que uno se mira al espejo su expresión no es la que tenía sino la de "me estoy mirando al espejo". Por esto es que las piedras no pueden mirarse al espejo sin importar cuánto se esfuercen: porque no pueden poner cara de mirarse al espejo. Aunque no hay que despreciar la tenaz tarea de la piedra de ser piedra, cosa que cualquiera que haya intentado hacer se habrá dado cuenta de que está loco.

El espejo en sí mismo merece no sólo un capítulo aparte sino todo un universo. O dos. Por eso es que no quiero entrar en detalles. Por eso y porque no tengo una cuerda lo suficientemente larga como para ir en busca de mi reflejo sin perderme en el viaje. Porque al momento de atravesar un espejo, lo más probable es que se rompa.

En el centro de la habitación había una silla y en la silla había un pelado.

Claro que tanto misterio para encontrarse con un pelado me desconcertó un poco y, como cabría suponer, mis pensamientos desafinaron acorde a la situación. Pero no importaba; me sentía tan lleno de energía que le hubiese ganado a una pelea de boxeo sobre patines al mismísimo Buda.

Esperé indicios para saber cómo actuar a continuación, porque los extraños detalles de la escena superaban mi reducido protocolo social, que muy poco decía acerca de pelados sentados en una silla rodeada de espejos.

Siendo por lo entredicho la única forma de describir el mundo interactuar con él, decidí hacerlo dando un paso adelante con la palabra, sólo para descubrir que no llevaba yo mi acostumbrada boca. Bien examinada la situación, parecía que yo había dejado de existir, aunque no por eso dejaría de insistir en hacerlo. Mi próximo intento fue percibir la no existencia de mi compañera, cuya paradoja quedó corroborada en el sitio exacto en el que no se encontraba.

Aunque nuestros reflejos miraban para todos lados como buscando su origen, nosotros no estábamos a la vista.

De pronto, como para complicar las cosas, al pelado le empezaron a crecer pelos. No eran pelos cualesquiera, sino pelos de pelado. Se extendían en línea recta hacia los espejos. Rápidamente creció la melena hasta cubrirlo todo y, como cuando alguien recobra la conciencia en una película, ante mí se desnudó un bosque.

Me encontré parado en la oscuridad, brotaron estrellas en mis ojos y volví a existir.

-Este mundo -oí decir a mi lado-, este mundo es el más allá de otros mundos.

Sūtra del pulpo al espiedo


No soy esto. Soy aquello.
No soy sombra. Soy el Sol.
No soy viento. Soy el aire.
No soy fuego. Soy calor.

No soy arte. Soy el texto.
No soy tiempo. Soy reloj.
No soy parte. Soy el todo.
No se nombra lo que soy.

No soy juego. Soy las reglas.
No soy eco. Soy la voz.
No soy yo. Soy el reflejo.
No soy canto. Soy canción.

Probabilidad cuántica


Con cada paso, un dado es arrojado a la niebla. Cada paso es un paso-dado.

Colectivo fantasma


Voy a contar una historia verídica que viví con mi propio cuerpo. Sucedió, como muchas otras historias verídicas, a bordo de un colectivo repleto a tal punto de otras personas verídicas que el conductor ya no paraba para que subieran más. El problema es que tampoco paraba para que bajaran los pasajeros actuales, lo cual suele suceder cuando alguien tiene una idea por la mitad: se origina una paradoja que no sucumbe ni ante los insistentes timbrazos de las viejas anti-paradojas que saben que su tiempo se consume.

A partir de ese momento, todos los individuos que viajaban en el colectivo conformarían un ser único e indivisible para siempre, a menos que yo pudiera evitarlo. Y podía.

Me abrí paso entre los seres verídicos hasta alcanzar el extremo anterior del infernal vehículo. Puse un pie sobre el espacio entre dos personas que ejecutaban sin preocupaciones la acción de sentarse sobre un asiento, y uní el brazo que la naturaleza me ha dado por garra y aleta con la manija bajo cuya figura el orden de ciertos símbolos transmitía: "tire para derribar el cristal", al tiempo que gritaba en dirección al chofer y con la misma firmeza: "por medio de esta potencial acción, dejo constancia de mi disconformidad con la actual paradoja y reafirmo mi perplejidad ante la contradictoria prohibición de sacar los brazos por la ventanilla".

Por sobre el nivel de las cabezas pude ver que el chofer miraba mi imagen vertida al revés en un espejo que asemejaba un ojo de vidrio. Estoy seguro de que llegó a interpretar la conjunción de mis palabras con mi postura corporal. Pero, a pesar de ello, no paró.

Pasaron varios años desde que ocurrió esto y aún sigo sin poder bajar. Varios pasajeros murieron por distintas causas, y sus almas, por ser más livianas que los cuerpos, fueron amontonándose en los asientos de atrás.

Cierto día murió también el chofer, y tuve que hacerme cargo del volante.

De tanto en tanto veo algún niño, un anciano o una hermosa mujer levantar el brazo para parar el colectivo y no me atrevo a pasar de largo ni a dejarlos subir, así que hago una seña que algunos interpretan como "el de atrás viene vacío".

Volar


Capturé un pájaro con la vista, y su volar entró también por mis ojos. Y aunque ahora al pájaro se lo llevó el cielo, llevo al pájaro conmigo y el pájaro me lleva con él.

Historia de un salto



Pie pie pie pie pie pie pie pie pie
pie pie pie pie pie pie pie pie pie.

VIII - El culo te abrocho


La vi esquivar hábilmente las aspas de un molino de vidrio y atravesar el hall de un edificio mientras un auto hacía estallar un charco de manchas en mi abrigo. Si hubiese tenido un Sancho Panza, al menos no habría tenido que lavarlo. Con ganas de gritarle al conductor, como el gaucho más argento: "la cooooncha de tu herrrrmaaanaaa", simplemente seguí mi camino, aquél que por misterioso me seducía más que el diálogo infausto.

Pude verla ingresar a uno de los dos ascensores abiertos y desaparecer como si su imagen hubiera sido apagada en un televisor y, aprovechando que el conserje se había quedado enganchado en el tablero de las llaves mientras intentaba rascarse la espalda, surqué tras ella los recuadros que indicaban la existencia de un suelo en dirección al otro ascensor mientras los espejos repartían identikits en movimiento. El hombre me vio, pero en un esfuerzo por disimular su insólito accidente, se limitó a meterse un dedo en la nariz.

Mi plan era simple e infalible: presionar el botón del último piso y adivinar mágicamente en cuál se bajaba ella; luego, yo bajaría en el siguiente piso e inventaría la última parte del plan.

Ingresé al ascensor y la puerta se cerró en claro gesto de aprobación de lo anterior (o quizá porque alguien lo llamó desde arriba). El plan fue de maravilla hasta que observé que el edificio contaba con sólo dos niveles y que inevitablemente acabaría en el mismo que Ella.

Tuve un momento de mucha felicidad porque, habiendo casi alcanzado mi objetivo, creí que me hallaba pronto a terminar el libro. Usted, sin embargo, bípedo lector, habrá robado este libro por ser lo bastante grueso y poseer la capacidad de nivelar un inodoro o tapar un hueco en su biblioteca (imagino su desconcierto al abrirlo y descubrir que estaba lleno de palabras), por lo que no lo defraudaré y seguiré escribiendo hasta llenar todas sus páginas. No me lo agradezca; lo considero mi deber.

Mientras el primer piso bajaba hacia mí, imaginé qué clase de sorpresa me aguardaría al abrirse la puerta: ¿la fiesta de cumpleaños de un payaso, donde sus colegas habrían contratado a un niño para que los hiciera llorar? ¿O una convención de personas no convencionales? Poco más pude pensar hasta que se detuvo el ascensor y sus fauces me escupieron hacia la siguiente escena, la cual, lógicamente, poco se parecía a la que yo esperaba, tal como suele ocurrir indistintamente en los sueños y en la vigilia.

Era, para ser más preciso, un pasillo indescriptiblemente largo, bloqueado por la figura de mi presa, que de pronto se había transformado en depredador y parecía esperarme con sus ojos como única salida posible.

Afortunadamente, no tuve que hablar, ya que Ella lo hizo.

-De entre los infinitos caminos posibles, elegiste honrar con tu existencia a este, uno del que ya no se vuelve.

Un escalofrío me avisó que la puerta se cerraba a mis espaldas. Pero Ella me extendió una mirada amable que dio otro sentido a mis sentidos. Caminé a su lado y la oí decir que yo debía observar atentamente cada detalle. Repitió varias veces lo mismo con distintas palabras, mientras el pasillo se iba estrechando hacia su interminable fin.

No sé cuántas vueltas habrían dado las agujas de un reloj mientras caminamos, pero, al mirar hacia atrás, noté que la oscuridad ya se había apoderado del otro extremo. Si bien exagero cuando digo que el pasillo era interminable, puedo asegurar que era lo suficientemente largo como para asegurar la victoria de una piedra rodante sobre Indiana Jones. Supuse -siguiendo la lógica de que la longitud de un pasillo es proporcional a la distancia que separa las cosas que une- que del otro lado habría algo completamente fuera de lo común.

-¿A dónde vamos? -asumiendo plenamente mi papel de desconcertado pregunté.

-Vamos a otro mundo -respondió Ella con una mirada.

VII – Archipiélago de actitudes


Salí. Otra vez a la luz del Sol filtrada por el smog, la ansié con la mirada. Las sombras de un edificio caían sincronizadas a treinta grados contra las paredes de otro edificio, y ambos se replicaban continuamente creando una ciudad mientras las golondrinas peinaban un tango silencioso. Cualquiera con oídos y herencia cultural podría haber sabido que un tren se acercaba -o que el efecto Doppler se había vuelto loco tras que un elefante barítono escapara del circo-. Llegué a ver que ella se metía en un auto, e inmediatamente tomé un taxi y pedí al conductor que lo siguiera. Yo estaba cansado de escribir y no pensaba correr detrás del auto.

Fue una buena idea -pienso ahora- porque le daría más dramatismo a la persecución. Sólo esperaba que no hubiera carreras espectaculares -por ejemplo, entre los estantes de una biblioteca pública, porque no hay nada más molesto para alguien que está leyendo en silencio que ser atropellado por un auto-.

Ni bien reanudamos la marcha que se había desanudado dos capítulos atrás, noté que me había puesto mi abrigo al revés, y encima comencé a sentir calor -mitad por el abrigo, mitad por vergüenza y mitad por el calor. Sí, son tres mitades, porque a mí me gustan las cosas impares. Si uno se fija bien, verá que todas las cosas únicas son impares; y puesto que algo no puede tener sólo una mitad, excepto las mitades propiamente dichas, que están compuestas por cinco cuartos, he decidido que sean tres-. Todas las teorías literarias acerca de la elementalidad de las partes de un cuento que hubiese aprendido si no hubiese estado prestando atención a mi propia interpretación de las mismas y de otras cosas con tetas se me escaparon por los poros. Supongo que el lector entenderá la razón de mis nervios... Es que es tan difícil protagonizar un cuento, tanta la presión que despliegan las miradas sobre páginas ya escritas que uno se siente obligado a cumplir con las expectativas, a escribir el cuento que los demás quieren leer, cosa que a algunos les pasa aún no siendo escritores. Sin embargo, me consuela saber que soy rey de mi libertad. ¿Quién nos impide amar a una persona que sólo vimos una vez? Nadie. No hay moldes para confeccionar una vida, así como en el arte verdadero no hay reglas y sólo por eso es posible.

Por si el desprevenido lector no lo ha notado, acabo de confesar que estaba enamorado de aquella huidiza mujer. Aunque de ella sólo conocía lo que despertaba en mí, eso era más que suficiente. Y que en realidad esto no es cuento, sino un ensayo de algo que nunca va a existir, es decir, algo único.

La miraba mirar desde la ventanilla del otro auto y la imaginaba hipnotizada por un círculo de maniquíes ciegos haciendo falso taichí, así como antes repetía sonidos creados hace milenios y yo la imaginaba escupiendo universos. Ella y yo.

Pero, claro, Apolo.

Y así transcurrió el resto de la persecución, entre imágenes y realidades generalmente no compatibles, quizá porque en la realidad no existen las imágenes, sino en las imaginaciones.

VI – Dueños del infinito


Largo sueño. Y un despertar como si hubiera perdido algo importante, como si fuera un ciego tragando sopa de letras. Siempre algo se me escapa. Y por "algo" quiero decir "todo", por aquello de que el universo es infinito y sus posibilidades inagotables. Eso desde un punto de vista optimista, claro, porque el universo nos cultiva mortales. Pero no nos podemos quejar, después de todo: también somos dueños de la eternidad por un instante.

En fin, luego de recobrar la conciencia cotidiana, estuve dispuesto a envejecer buscando a aquella inalcanzable mujer. Realicé detalladamente cada cosa que una persona hace al levantarse una mañana de un día de la semana, pero no daré los detalles porque me conozco y sé que me iría por las ramas como un mono que se multiplica al entrar en contacto con ellas, pero que al mismo tiempo va empequeñeciendo hasta desaparecer, o creciendo hasta abarcarlo todo. O quizá no me conozco tan bien y resultaría en la más perfecta descripción de algo que todo el mundo ya sabe. Como sea, luego de hacer todas esas cosas que no acabo de describir, me dispuse a vivir aquél día como si fuera el último de mi vida; es decir: no lavé los platos ni saqué la basura. Sólo me dediqué a reconstruir mentalmente su rostro.

Sus ojos eran dos círculos celestes con grandes puntos negros en el centro. No muy originales, pero por algo se me habían grabado tan bien. Los dedos de sus manos podían contarse con los dedos de cualquier otra mano, y toda ella estaba conformada por átomos, al igual que cualquier persona. Nada especial. Me detuve un instante al darme cuenta de que la mayoría de los átomos de mi cuerpo provenían de distintas estrellas. Fue una sensación tan estremecedora que probablemente Ella también la sintió del otro lado del cuento, un sentirse tan inmortalmente mortal que las palabras no se atreven a describirlo, porque cada vez que un alma quiere expresarse mediante la lengua, es la lengua la que habla. Y ahí vamos como vehículos del habla, como simples lágrimas que de por sí solas no son nada, nada más que una metáfora de otra cosa y de otra a la vez, de algo que ni siquiera existe.

Y así, vestido de palabras como el Emperador, me encontré abriendo la puerta y moviendo un pie, aparentemente decidido a construir, destruir y deconstruir con nuevos pasos la distancia a mi oficina. Cerré la puerta tras de mí y acompañé cuesta abajo al único escalón que apartaba la vereda. Me pregunté: una escalera con un solo escalón, ¿es una escalera? Caminé. Pensé que pensaba demasiado. Inmediatamente me contradije argumentando que el pensamiento no es más que un atestiguar el mundo que realiza la mente, y que quizá simplemente había demasiado mundo. Me conformé con esa idea, mientras cruzaba uno tras otro los puntos tolstoianos donde la gente más mete las manos en sus bolsillos, hasta que el marco de una puerta me envolvió y se transformó la calle en oficina.

Es sorprendente que no me sorprendiera, por falta de tiempo, al ver que Ella estaba ahí, así que guardé la sorpresa para otro momento en que no tuviera nada que hacer (además, no había practicado mi cara de sorprendido porque prefería que pareciera genuina). Traía en sus manos un objeto material que representaba de manera abstracta otro objeto material, un mapa, y hablaba con mi secretaria con palabras que hacían lo mismo. Sólo me dedicó una mirada fugaz sin significado y continuó con su charla.

Mientras yo esperaba el momento en que ella se desocupase, colgué mi abrigo en un clavo que había tras la puerta. (Antes había una puerta de vidrio, pero la tuve que cambiar por una de madera para poder poner el clavo luego de que unos ladrones se llevaran el perchero que tenía en comodato.)

Finalmente, Ella hizo un bollo con el mapa, lo guardó en su cartera y pasó a mi lado en dirección a la calle, sólo dejando en mi posesión un leve escalofrío perfumado y un "buenos días" como cualquier otro, como si nunca antes me hubiese visto.

Esto era un giro inesperado. Parecía otra persona aunque juro que era la misma. No había en su accionar señal alguna de haber sufrido amnesia o de estar bajo coerción psíquica extraterrestre. Me puse el abrigo nuevamente, cuyos agujeros con funciones específicas había aprendido a distinguir tras darle varias vueltas, y reanudé mi persecución... bastante despacio... y con el infinito a favor y en contra.