II - De las formas de las almas


Ahora sí, situado plenamente en la nueva posición del espacio-tiempo que la caballerosidad exigía de mí, bajé mis armas para no ofender a tan bella criatura (que no pude ver bien por estar ella a contraluz. Sin embargo, puedo asegurar que no se trataba de una sirena). Le dije:

a) que no podía detenerme a hablar con ella porque estaba escribiendo, peor aún, que probablemente escribiría sobre ella, si se marchaba;

b) que los escritores tenemos la misión de observar el mundo, que algunos podemos describirlo y que muy pocos pueden a la vez interactuar con él, que era una regla de oro que hacía que el arte fuera superior al resto de las ciencias no alquímicas;

c) que inclusive en ése instante estaba diciendo cosas que me gustaría haber estado escribiendo;

d) que la escritura en sí misma es la forma más avanzada de percepción.

Cuando al fin me quedé sin palabras en mi discurso sobre por qué no podía hablar con ella, la miré por primera vez. Ella había escuchado cada cosa que en un trémolo agitato de pánico e inconsciencia había yo expelido. Ahora, estaba sentada frente a mí, sobre mi escritorio, y no dejaba de mirarme como a un idiota se le mira (desde un escritorio).

-He leído algunos de sus libros –dijo con el tono más bello que un escritor puede apreciar-. De inmediato quise saber su nombre, quizás porque mi caballerosidad aumentó de tamaño, o porque me hallaba en desventaja frente a ella: yo no sabía ni su nombre y ella ya había leído mis pensamientos empapelados.

-Quiero que escriba sobre mí –continuó, naturalmente, sin hacer caso a mis pensamientos actuales-.

-Lo lamento –dije-. No hago ese tipo de trabajos. Sólo escribo lo que me viene a la mente.

-Entonces nos veremos pronto –dijo, y se levantó con elegante meneo sin dejar de verme a los ojos… y se marchó a contraluz.

El lector notará el dramatismo de estas últimas líneas; puede ayudar, sin embargo, un poco de música de fondo. El cuento está por comenzar...