Precipitevolissimevolmente


Soy de esas personas que programan el despertador media hora antes para poder dormir media hora más, me gusta sentir la erosión del tiempo. Pero esa mañana no duró demasiado mi sueño arrebatado al amanecer. Desperté nuevamente al ritmo de tensos golpes en la puerta de calle. Demasiado precipitevolissimevolmente. Existen dos estaciones básicas en la vida de una persona que son bien conocidas por todos: el sueño y la vigilia; estos estados primordiales los comparo con los de una puerta: abierto y cerrado. Pero hay dos situaciones más, en que la puerta no se halla ni completamente abierta ni completamente cerrada, transiciones entre ambos polos, solsticios y equinoccios que son los viajes más fabulosos que emprendemos cada día y que por ello no poseen nombres más apropiados que dormirse y despertar. Mi viaje de retorno, entonces, fue interrumpido por el golpeteo en la puerta de calle, pero la primera en abrirse fue la de la vigilia. El proceso no es simple, examinado a la luz diurna: despiertan los oídos, despiertan los ojos, despierta mi nombre, se adormecen la luna y el ayer en una misma cama, despierta la ventana; en fin: recuerdo lentamente todo el mundo desde adentro hacia fuera. Todo esto es despertar para mí.

¿Quién pretende tener tal poder de arrebatarme ese magnífico regalo de la vida, el cuarto estado, el primero en nacer? ¿Quién abre mi puerta tan descaradamente y entra en mi conciencia como si de su casa se tratase? ¿Quién roba la noche pentagramada de mi ventana, donde salpicadas de búhos que vocalizan en clave de luna las ramas bailan con el viento y los grillos marcan el pie sobre un suave pizzicato que gotea desde las hojas húmedas? Con cada nuevo golpe retumbaba otra pregunta. En mi mente, el cristal de un reloj de arena se desmembraba en partes opuestas sobre una diagonal espacial, formando dos signos de interrogación tridimensional que dejaron en libertad la sustancia del tiempo. Y desperté.

¿Quién es?

En el estado de las preguntas -la vigilia, no como en el sueño, donde sólo respuestas hay-, me encaminé hacia el eclipse de ambas puertas y pregunté.

Asomó una voz, primero; luego el ente a quien representaba: la primera soltó un nombre, el segundo, la voz que dijo, por el ausente:

-Soy Vicente -reconocí a mi amigo. Miré el reloj: 07:07. Como todos los rebeldes, que se jactan de nadar contracorriente, Vicente no veía que era justamente lo corriente lo que dictaba sus actos, haciendo lo contrario de lo que el rebaño siente. No era extraño que se apareciera a esa hora, aunque tampoco lo hacía siempre como ahora-. Traje el traje –dijo, y él no miente. Abrí paso a su figura y descubrí esa mirada que nada bueno augura. Mentí antes en una cosa: no desperté, lo fui haciendo lentamente. Sueño en verso, pero mi mente lee la realidad en prosa. Traía un traje... efectivamente.

Entró evitando mis ojos de soñante frustrado, y yo le dejé entrar, evitando evitarlo. Aún lo desconozco. ¿De qué se trata todo esto? Esto le pregunté y aquello me respondió.

-Sos un desorden espacio-temporal –le dije. Me entregó el traje, argumentando que el desorden es sólo un tipo de orden más difícil de comprender, que gracias al caos nace la vida, etcétera. No presté inconmensurable atención (yo ya estaba vivo); miré el traje y –ya de veras despierto- me pregunté qué carajo hacía yo sosteniéndolo a esa hora y para qué me serviría-.