Sólo por dentro


Sólo por dentro, la habitación estaba a oscuras salvo por un par de desafortunados rayitos de luz que resbalaban por la madera apolillada de los postigos iluminando uno de ellos una telaraña que se extendía sobre las cuerdas oxidadas de un contrabajo que aguardaba silencioso como un buda mientras su compañera tejía incansablemente como lo hiciera alguna vez la reina de Itaca. Otro de los rayitos, en realidad un regimiento de fotones que había sido proyectado desde el Sol a trescientos mil kilómetros por segundo, atravesaba la habitación y se detenía abruptamente -y sin enterarse de su final- sobre el minutero estancado entre dos números borrosos, probablemente el XII y el I, de un reloj que lucía un grueso frac de polen gris y marcaba el tempo al contrabajo mudo. Un tercer rayito aparecía de vez en cuando -cuando las hojas de un árbol hacían su reverencia al viento que adoptaba las semillas-, brillando en código Morse, sobre una manzana que cada vez encontraba más arrugada, observando como un documentalista que no puede interferir entre la voraz serpiente y el pobre conejito a punto de ser devorado. Y eso era todo lo que sucedía en esta habitación en un día cualquiera -aunque cuando, como hoy, las nubes no podían sostener su propio peso en el cielo, era probable que alguna gota paracaidista encontrase ese agujero escondido entre dos tejas y se infiltrase para que sus anfitriones le brindaran una pequeña sinfonía al caer sobre una de las artríticas cuerdas. Luego todo volvería a su ritmo normal, especialmente inanimado durante las noches-. Afuera la cosa era distinta, pero no tanto. Muchas máscaras viste la nada, pero la piel del universo es temporal.