Obsectio


"No he muerto, ni estoy vivo, juzga por ti mismo, si tienes la flor de la inteligencia, lo que de mí fue, pues no estoy muerto ni vivo.”
(Dante, Divina Comedia, Infierno, Canto XXXIV)


Mis pensamientos se entremezclan con cada paso como una baraja de naipes sujetos a los caprichos de una garra cruel. Los tetraedros se multiplican en mi cabeza. Mi lengua de fuego moldea el aire y trae consigo la cognición inmortal, mas mis oídos no comprenden su lenguaje; esto es alquimia, es la verdad. Un túnel de luz -luz iracunda y macabra- opaca la belleza de la oscuridad. La muerte acaricia mi pecho con su mano etérea y hunde sus dedos en mi corazón. El viento abre mi cabeza y deja mi mente en libertad. Mis recuerdos se presentan todos por última vez, luego se subliman como el vapor, despiertan y me olvidan. Del otro lado despierto yo: recuerdo haber soñado con un día poder despertar y ver que todo era como lo soñaba; pero ya no recuerdo qué soñé... Una mano escribe. Es mi mano. Es mi mano, pero no soy yo quien escribe. Alguien más prescribe su saber. Sólo soy testigo de eso. Tal vez mi mano cobró vida propia; tal vez la locura al fin me ha alcanzado, al fin me ha alcanzado. Tal vez... tal vez esté muerto y sólo mi mano cansada siga con vida, se rehúse a morir. No son mis pensamientos los que cifra, ni son los sentimientos de mi alma -¡son suyos!-. Soy sólo (ahora lo sé) una mano escribiendo, ignorando que su amo ha muerto ya. Él sabía que tarde o temprano ocurriría, pero jamás imaginó que su mano viviría para contarlo.