A aquellos - de - nosotros - que - no - son - yo


-¡Sí! -dijo un pequeño angelito sobre su hombro derecho, seducido, tal vez, por un diablillo aún más pequeño que susurraba a la izquierda del angelito.

-¡No! -escuchó del otro lado. Miró a ambos personajes, luego miró el horizonte, entre la tierra sedienta y las nubes a punto de reventar de empacho.

-Yo soy el Poeta -dijo uno.

-Yo soy el Filósofo -completó el dos.

¿A cuál escuchar? Uno seducía a su mente, el otro a su corazón. Este es un laberinto prácticamente impenetrable; aquél que logró entrar aún vaga por los pasillos como una hormiga en la mano temblorosa de Dios. Debía tomar una decisión. El perro seguía girando, ajeno. Toda buena receta termina con sal y pimienta a gusto.

-¿Qué diferencia a la poesía de la filosofía? -le preguntó el hombre al horizonte.

-El Poeta vuelca en la palabra una realidad, el Filósofo acomoda en la realidad esa misma palabra -dijeron a coro.

-¡Pobres aquellos-de-nosotros que no pertenecemos a ninguno de los dos bandos! -pensó él. Ambos manejan a su antojo la palabra-realidad, la estiran y la comprimen, hablan el idioma de la naturaleza, y juntos forman un espectáculo terrible en donde un mago saca liebres de su sombrero y se las pasa a otro que las mete en el suyo. Ambos vuelcan una realidad en la palabra y -al mismo tiempo- devuelven esa palabra a la realidad (en una suerte de reciclaje en el que el filósofo debe sentir que piensa más que el poeta que debe pensar que siente más que el filósofo que...), cumpliendo cada uno con su deber, como dos engranajes de un mismo reloj.

¿Quién tendrá la última palabra? ¿Cuál será el engranaje que se mueva al último? ¿Era el tiempo el que mueve al reloj, o al revés? ¿Tendré el valor para enfrentar la libertad? Me responde el silencio, mientras observo el holograma entre el espejo y yo.