Intempesta Nox


Otro amanecer: el mismo sol. La conciencia retorna circularmente a través de la semipermeabilidad de los párpados. No quiere abrirlos, pero la luz lucha por revelar lo que la noche veló. Un rayito pasa tímido entre danzarinas partículas de polvo que alguna vez fueron seres, gente que ya no va a despertar, y se filtra en el ojo izquierdo, entreabierto. Una perezosa inhalación descubre un par de pulmones y los vuelve a olvidar por un instante para unirse a la danza etérea. El astro sigue su camino, confiado y sigiloso, se asoma aún más por el espacio olvidado entre las cortinas mal cerradas, espía aquél cuerpo adormecido y surca con su tibieza los pliegues de la sábana, fundiéndose poco a poco con la tibieza de la vida anestesiada; lento, suave, invisible; conquistará toda la cama. Ahora baja por el cuello entre delicados bellos rubios, inflándolos con resplandor hasta explotarlos de translucidez. Descarado, indiferente, con elegancia -pronto llegará a su corazón-, el Sol oculta detrás de esa aparente simpleza el hecho de que no tiene alma, y mofándose de los solteros codiciosos será el primero en oír los suspiros al acariciar su vientre de muñeca rusa. Y lo hace con todas.

La realidad no era muy distinta a lo que ella imaginó, y, sin embargo, es la realidad la que suele guardar los más terribles secretos. Así como la luz se manifiesta en la oscuridad, aunque a esta última no la podamos ver, la verdad, cuando aparece, nos revela todo un mundo de mentiras. En eso consiste el conocimiento: no en conocer la verdad, sino en conocer que lo falso es falso. Sólo al conocer todas las cosas, y saber así todo lo falso, el ser humano se convierte en sabio. Pero para Anna llegaba el momento de despertar y averiguar a través de qué ojos ver el mundo hoy y delatar sólo una pequeña porción de lo irreal. El fuego entró por la ventana y golpeó su cara almoharayada: corrió las cortinas: ojos ciegos. Hoy.

Se desperezó tensando un rígido arco invisible. Luego sus brazos volvieron a caer sin poder desprenderse del todo de las pesadas cadenas del sueño. Caminó hacia el baño. Corrió la cortina de la bañera y una diminuta danza de su mano hizo la lluvia. Se despojó de las ropas como una crisálida tímida mientras su piel recibía guiños marmóreos de la marea creciente. Vio en el espejo sus propios ojos. Satisfecha, se inclinó y besó su imagen en el agua, tomándola suavemente por el cuello. Fresca. Como las sirenas que se asoman desde el mar nocturno para airear sus cabellos enredados y dorar su frágil piel con la luz de la luna. Anna líquida siguió su camino por conductos inalcanzables para este narrador, entre letras húmedas y curvas gramaticales. El agua descubrió un muslo tibio. Manos de serpiente perezosa se deslizaron por la piel. Jabón. Más agua. Despierta.

Ni el Sol ni el agua ni el sueño ni los ojos abiertos ni la piel recién estrenada ni ese mechón rebelde que caía sobre sus ojos invitando a la mano ajena a acomodarlo tras la oreja eran reales. Anna estaba en verdad en el frío asiento del hologramatrón. Su carne dilatada de ingravidez estaba allí. Máquinas zumbantes llenaban el vacío con monotonía. Todo lo que sentía ahora no podía ser real pero lo era. Algún mecanismo en su mente se dedicó instintivamente a olvidar el espacio exterior, a olvidar, aunque sea momentáneamente, que era hija de las estrellas, que había pasado toda su vida de una nave a otra, de una promesa de planeta vivo a la esperanza de otra promesa. Anna Graham era hija de las estrellas, pero ahora sólo veía una: más grande, más cercana, más tibia, más real que todas las otras que había visto a través de los translúcidos témpanos ovoidales de las naves vagabundas. Sí, más real, eso le dijo una de sus mentes a la otra, que, curiosamente, era la misma.

Despierta. Sus oídos oyendo algo que no era silencio. El sabor del café por adelantado. Ciudad. Abrió la alacena, bajó el frasco, giró la tapa -como si todo eso fuera real-, tomó una cuchara, arrastró una cucharada a la cafetera... y el agua aún fría. Sólo lo suficiente como para una taza, así se calentaría más rápido. Las leyes reales también se cumplen en un mundo de mentira... aunque no siempre. Acomodó los papeles sobre la mesa, se sentó, y pensó que más tarde los leería. “Pienso que existo, luego existo” era el lema de Anna. ¿Y si ocurría algo? ¿Si su cuerpo moría en el espacio? Nada. Como morir de verdad. Nada.

-La muerte es el best-seller que nadie... -empezó a pensar Anna, pero como casi todo lo que le pasaba por la cabeza se terminaba antes de que ella lo alcanzara a pensar del todo. Su mente era una luz-. Pero no, pensó luego, todo era real; no por el hecho de no ser su realidad aquello era falso; era la realidad de alguien más, como cuando uno va de vacaciones... ¿a otra realidad? La cafetera silbó; el genio Al-Kafein se asomó vaporoso por el pico anhelando despertar al mundo entero. Anna vertió la pócima en la vasija. Justo. Azúcar. Listo. El bálsamo pareció envejecer los músculos de su frente y rejuvenecer sus párpados aún pesados. El primer sorbo besó su lengua, y, encantado, se dejó llevar al resto del cuerpo; de una forma u otra llegaría a la cabeza.