Reliqua Desiderantur


METAFORMABASADAENHECHOSREALESNOACONTECIDOS

Él tomó el libro y comenzó su lectura sin sospechar lo que objetivamente ocurría. “Él tomó el libro”, leyó, y se preguntó por primera vez como es que el narrador sabe tantas cosas. Él tomó el libro y nunca pensó que el libro lo tomaba a él. -Un narrador como yo debe saberlo todo -le dijeron las palabras-, y sin embargo, la tarea que me ha tocado hoy es una de las excepciones de la regla o, tal vez, la Regla de las Excepciones, aquella ley que obliga a ciertas cosas a escapar de la ley. No lo sé. Lo particular de mi actual tarea consiste en narrar una historia que está más allá de este mundo (lo cual no es nuevo) pero que a la vez está en este mundo (eso es nuevo). Ciertos colegas míos, en el ascético anonimato que nos une, lo han intentado antes sin éxito. Yo, para lograrlo, he decidido romper algunas reglas de la narración con la esperanza de así poder narrar lo que a las reglas escapa. Como consecuencia dejará esto de ser una narración y pasará a ser algo sin nombre. Nuestro mundo, bien lo sabemos todos, ha referido a otros mundos desde tiempos anteriores en los que narramos las aventuras de Odiseo. Ahora bien, hay quienes dicen que, además, hay otro mundo, en otro plano, para cuyos habitantes sería posible conocer nuestras acciones como cualquier narrador omnisciente del nuestro, y, sin embargo, nosotros no podríamos acceder a su realidad. Sé que resulta extraño, pero ¿acaso no podemos nosotros, compañeros narradores, hasta el más inexperto de nosotros, ver la trama de la vida sin ser vistos ni sospechados? Quisiera comenzar este relato sin extender el exordio, pero dada la naturaleza de uno y el otro, me resulta imposible la sublimación. Tal vez sea esto parte del relato, tal vez conviértase este narrador en parte de la trama... ¡y es tanto lo que podemos decir de nosotros que conocemos todas las historias del universo! No quiero, empero, entrar en especulaciones filosóficas ni desviarme de esta historia; es así que narraré -aunque por momentos no lo parezca- sólo lo que a ella atañe. -Sí -pensé-; esta es la historia que debo contar, aunque no sé por qué. Imagine el lector un mundo donde no haya más que un ser encargado de clasificar en una biblioteca todos los conocimientos de la creación y, llegando al final de su tarea, con sorpresa notara un hueco en los estantes con su propia forma: ése sería el verdadero conocimiento, esa nada definida por el todo. Este ser se preguntaría cuál de los dos es él, si aquél hueco, idéntico a sí mismo, o aquél que organizó el resto de las cosas y ahora mira su imagen en el vacío. Esta idea del ser definido por metonimia me sirve para explicar por qué no sé lo que debería saber: si yo, omnisciente, desconozco una parte de esta historia, algo o alguien externo a ella lo debe saber y, en cualquier caso, lo desconocido soy yo. Admito así mis límites para confirmar lo externo que limita mi conocimiento. Nosotros, narradores eternos, sabemos que la narración es la forma más elevada de este mundo (es decir: del mundo del que todo vemos y que, por eso mismo, es inferior), porque puede ver detrás de paredes y corazones, porque no hay pensamiento ni distancia entre páginas que al plegar el libro leído no adquieran unidad mediante ella. Pero esta historia es sobre un ser extraordinario que puede presenciar cualquier narración sin estar presente en ella. Reléase lo recién explícito y se notará la contradicción. ¿Significa esto que ese ser no existe? Pues, dos cosas son ciertas: la historia está narrándolo a él, y él está leyéndola, puesto que la historia así lo predica. Este ser -y quizá sea esta la mejor metáfora- se lee así mismo. ¿Es eso posible? No sabe de lo que lee más de lo que está escrito, como nosotros no sabemos -hay que admitirlo- más de lo que narramos ni la mente más de lo que piensa. Si mi teoría es correcta, ya no soy un narrador, sino un personaje, y, lo presiento, alguien más me está narrando. Hoy debo contar la historia que se escribe mientras la narro mientras me narra mientras la lee. Ahora, desde hace unas líneas, sabe que es él también parte protagonista de la novela. A él me dirijo ahora y le saludo; le digo que, aunque de manera precaria, estoy consciente de él y que esta historia que está leyendo es su propia historia (antes de ser historia o al mismo tiempo en que se convierte en ella), y, por último, le explico que de aquí en adelante, y sin importar lo que ocurra, me referiré a él como “el lector”, ya que nadie sabe su verdadero destino. El lector, en este punto, ya quiere saber cómo continuará la historia, y poco a poco toma conciencia de la ilusión del tiempo. No sabe aún, sin embargo, que detrás de él alguien narra sus acciones. No. No soy yo quien narra al lector. Yo sólo narro que alguien más lo narra -tal vez a mí también, de alguna manera extraña, al mismo tiempo-. Supone el lector, exactamente ahora, que en realidad tanto él como este incorpóreo narrador estamos en la misma página, que algo permanece siempre a sus espaldas, mirándolo fijamente, tal vez escribiendo una narración como esta porque, al tiempo que nosotros, presiente que hay algo más allá de lo narrado. Quizá ese ser que está por encima del ser que protagoniza esta narración que a su vez mira de reojo mi mundo, sienta que todos estos personajes de un mundo inferior al mío están detrás de él, o dentro de él. Pero el verdadero protagonista, el lector, recuerda que no, que sencillamente todo había comenzado como un juego, que tiene vivencias propias que le dan realidad fuera de esta página y lo hacen más real que Odiseo porque a las vivencias de éste no las puede vivir, tan sólo atestiguar; recuerda que él, amo y señor de su lectura, no es un personaje de un cuento de hadas. Sin embargo, no lee lo que quiere, sino lo que narro (aunque tampoco yo tenga albedrío sobre ello). Y es más fácil desconfiar de la página que del vasto mundo. Una duda comienza a gestarse en el lector -lo siente ya-, pero aún no tiene conciencia de ella, y como prueba de que esta historia en verdad está ocurriendo, intentaré narrar su duda en el preciso instante en que ésta ocurra. Sabe, eso sí, que la duda no está aún escrita. Desconfía. Piensa que cualquier cosa que el narrador diga se ajustará de una u otra manera a su propia realidad, y no puede comprender, por ahora, que esta es la prueba misma de mis palabras. También teme, súbita y levemente, que sea él el ser ficticio y yo el real. (Debo confesar, en este paréntesis, que tampoco yo sé la verdad: ¿Quién es yo, quién es él? ¿Yo escribo y él lee o él escribe y leo yo?). Piensa ahora: “es como creía, de una manera u otra la predicción se amoldaría a la realidad”. Y piensa después: “pero, esto, todo esto está sucediendo simultáneamente... ambas realidades, la mía y la del narrador, avanzan palabra con palabra, como si viera mis pensamientos en un espejo”. -Después de todo -piensa el lector-, ¿no estoy leyendo mis pensamientos? -lee el lector. Su duda continúa creciendo. -¿Existe un canal de comunicación entre mi mundo y el del narrador? -se pregunta el lector. -¿Realmente hay un lector allí? -se pregunta el narrador. Ambos comprenden que son parte de una realidad experimental que ahora se desvanece. El narrador vuelve a su oscuro anonimato y se disuelve con el resto de la historia. El lector ya no se identifica con el relato y se pregunta quién está escribiendo ahora, quién está narrando, quién está leyendo y de qué lado está cada uno de nosotros.