Kilómetro 90


Las nueve de la mañana en la ruta provincial número nueve. El sol baja lentamente llevándose todo ese aire que sofoca y que casi no se puede respirar. Es el kilómetro 89. Soy un cazador de ideas y donde quiera que ellas estén voy a buscarlas. Algún que otro animalito surge desde mi ignorancia, se aventura sobre el camino y desaparece en mi pasado tan velozmente como apareció. Noventa kilómetros por hora. Alguien me habló de un pueblo perdido en el desierto donde ocurren muchas cosas extrañas, aproximadamente sobre el kilómetro 90. De repente una de esas ideas cruzó por mi cabeza sin darme tiempo siquiera para llegar dónde yo creía que estaba. Detuve abruptamente la casa rodante y estacioné a un lado del camino para poder escribir, con tal mala suerte que un minuto detrás de mí venía un patrullero. El vehículo frenó a mi lado e hizo sonar la sirena un par de veces. Pude ver por el rabillo del ojo, mientras escribía (“Hora, lugar. Clima.”), que un policía se acercaba. Dijo algo que no logré captar mientras tenía mi atención fija en el manuscrito (“Asunto-destino.”). Luego golpeó la ventanilla del lado del conductor, dónde yo estaba sentado, pero no pude responderle; no podía permitir que esa idea se me escapara para que otro la escribiese peor (“Pasan cosas curiosas cuando uno viaja...”). El oficial comenzó a gritar, y sospecho que en ese momento había un arma apuntando a mi cabeza. No me importó. Seguramente él no podía ver qué cosa estaba haciendo yo (“...brotan de lo desconocido y se esfuman ante nuestros ojos sin anunciarse.”), su impaciencia se aceleraba. Otra silueta se propagó galopando delante de la cabina hacia el otro lado, vociferando y golpeando el capó. Ya casi terminaba, sólo necesitaba unos segundos más para acabar la idea principal (“Los senderos de la mente conducen...”), y fue en ese momento que escuché el disparo dentro de mi cabeza. Miré hacia ambos lados, ya era de noche y no había nadie, sólo un cartel escapando de mí a toda velocidad. “Kilómetro 91”.