IX - El otro mundo


Hizo una pausa para acentuar el dramatismo. No pudiendo eludir de la curiosidad sus rasguños salvajes contra la bóveda sensual que resguardan mis labios, arrojé contra el silencio una pregunta:

-¿Qué?

La respuesta se me volvió en imagen de abrirse una puerta que hasta entonces permaneciera tan cerrada que ni signo era de haber algo indefinido del otro lado, como el viento lo es al afinarse contra mi ventana de que debería vigilar mis velas, ya sea para que no se apaguen o para que no me adentren demasiado en la tempestad. De todos modos, al parecer, había dado yo sin quererlo con la extraña contraseña maestra de dicho artefacto. Esto es, para los incautos que se sorprenden de su propia sombra y los que no distinguen las notas del vino ni la melodía de un lenguaje extraño, lo cual puede entenderse de muchas maneras según la propia fortuna: que al preguntar por otro mundo se me abrió una puerta, literalmente, a mí.

No puedo, sin embargo de la aclaración, ya que embargar es una forma de ocultar, ocultar que yo mismo me sorprendí al sentir sobre mis ojos un suave látigo de luz.

Detrás de la puerta había un pequeño cuarto tapizado con su propia imagen sobre varios espejos. Curioso, ya que no había imagen original, o acaso lo era la última réplica. Ningún espejo de ciencia-ficción, con ciencia de un lado y ficción del otro, de esos que hacen que uno juegue al ajedrez con leones y unicornios, sino simples y mundanos espejos que nos representaban sin ninguna objeción como éramos, a no ser por aquél principio cuántico según el cual la observación modifica la realidad y, por extensión, cada vez que uno se mira al espejo su expresión no es la que tenía sino la de "me estoy mirando al espejo". Por esto es que las piedras no pueden mirarse al espejo sin importar cuánto se esfuercen: porque no pueden poner cara de mirarse al espejo. Aunque no hay que despreciar la tenaz tarea de la piedra de ser piedra, cosa que cualquiera que haya intentado hacer se habrá dado cuenta de que está loco.

El espejo en sí mismo merece no sólo un capítulo aparte sino todo un universo. O dos. Por eso es que no quiero entrar en detalles. Por eso y porque no tengo una cuerda lo suficientemente larga como para ir en busca de mi reflejo sin perderme en el viaje. Porque al momento de atravesar un espejo, lo más probable es que se rompa.

En el centro de la habitación había una silla y en la silla había un pelado.

Claro que tanto misterio para encontrarse con un pelado me desconcertó un poco y, como cabría suponer, mis pensamientos desafinaron acorde a la situación. Pero no importaba; me sentía tan lleno de energía que le hubiese ganado a una pelea de boxeo sobre patines al mismísimo Buda.

Esperé indicios para saber cómo actuar a continuación, porque los extraños detalles de la escena superaban mi reducido protocolo social, que muy poco decía acerca de pelados sentados en una silla rodeada de espejos.

Siendo por lo entredicho la única forma de describir el mundo interactuar con él, decidí hacerlo dando un paso adelante con la palabra, sólo para descubrir que no llevaba yo mi acostumbrada boca. Bien examinada la situación, parecía que yo había dejado de existir, aunque no por eso dejaría de insistir en hacerlo. Mi próximo intento fue percibir la no existencia de mi compañera, cuya paradoja quedó corroborada en el sitio exacto en el que no se encontraba.

Aunque nuestros reflejos miraban para todos lados como buscando su origen, nosotros no estábamos a la vista.

De pronto, como para complicar las cosas, al pelado le empezaron a crecer pelos. No eran pelos cualesquiera, sino pelos de pelado. Se extendían en línea recta hacia los espejos. Rápidamente creció la melena hasta cubrirlo todo y, como cuando alguien recobra la conciencia en una película, ante mí se desnudó un bosque.

Me encontré parado en la oscuridad, brotaron estrellas en mis ojos y volví a existir.

-Este mundo -oí decir a mi lado-, este mundo es el más allá de otros mundos.