VIII - El culo te abrocho


La vi esquivar hábilmente las aspas de un molino de vidrio y atravesar el hall de un edificio mientras un auto hacía estallar un charco de manchas en mi abrigo. Si hubiese tenido un Sancho Panza, al menos no habría tenido que lavarlo. Con ganas de gritarle al conductor, como el gaucho más argento: "la cooooncha de tu herrrrmaaanaaa", simplemente seguí mi camino, aquél que por misterioso me seducía más que el diálogo infausto.

Pude verla ingresar a uno de los dos ascensores abiertos y desaparecer como si su imagen hubiera sido apagada en un televisor y, aprovechando que el conserje se había quedado enganchado en el tablero de las llaves mientras intentaba rascarse la espalda, surqué tras ella los recuadros que indicaban la existencia de un suelo en dirección al otro ascensor mientras los espejos repartían identikits en movimiento. El hombre me vio, pero en un esfuerzo por disimular su insólito accidente, se limitó a meterse un dedo en la nariz.

Mi plan era simple e infalible: presionar el botón del último piso y adivinar mágicamente en cuál se bajaba ella; luego, yo bajaría en el siguiente piso e inventaría la última parte del plan.

Ingresé al ascensor y la puerta se cerró en claro gesto de aprobación de lo anterior (o quizá porque alguien lo llamó desde arriba). El plan fue de maravilla hasta que observé que el edificio contaba con sólo dos niveles y que inevitablemente acabaría en el mismo que Ella.

Tuve un momento de mucha felicidad porque, habiendo casi alcanzado mi objetivo, creí que me hallaba pronto a terminar el libro. Usted, sin embargo, bípedo lector, habrá robado este libro por ser lo bastante grueso y poseer la capacidad de nivelar un inodoro o tapar un hueco en su biblioteca (imagino su desconcierto al abrirlo y descubrir que estaba lleno de palabras), por lo que no lo defraudaré y seguiré escribiendo hasta llenar todas sus páginas. No me lo agradezca; lo considero mi deber.

Mientras el primer piso bajaba hacia mí, imaginé qué clase de sorpresa me aguardaría al abrirse la puerta: ¿la fiesta de cumpleaños de un payaso, donde sus colegas habrían contratado a un niño para que los hiciera llorar? ¿O una convención de personas no convencionales? Poco más pude pensar hasta que se detuvo el ascensor y sus fauces me escupieron hacia la siguiente escena, la cual, lógicamente, poco se parecía a la que yo esperaba, tal como suele ocurrir indistintamente en los sueños y en la vigilia.

Era, para ser más preciso, un pasillo indescriptiblemente largo, bloqueado por la figura de mi presa, que de pronto se había transformado en depredador y parecía esperarme con sus ojos como única salida posible.

Afortunadamente, no tuve que hablar, ya que Ella lo hizo.

-De entre los infinitos caminos posibles, elegiste honrar con tu existencia a este, uno del que ya no se vuelve.

Un escalofrío me avisó que la puerta se cerraba a mis espaldas. Pero Ella me extendió una mirada amable que dio otro sentido a mis sentidos. Caminé a su lado y la oí decir que yo debía observar atentamente cada detalle. Repitió varias veces lo mismo con distintas palabras, mientras el pasillo se iba estrechando hacia su interminable fin.

No sé cuántas vueltas habrían dado las agujas de un reloj mientras caminamos, pero, al mirar hacia atrás, noté que la oscuridad ya se había apoderado del otro extremo. Si bien exagero cuando digo que el pasillo era interminable, puedo asegurar que era lo suficientemente largo como para asegurar la victoria de una piedra rodante sobre Indiana Jones. Supuse -siguiendo la lógica de que la longitud de un pasillo es proporcional a la distancia que separa las cosas que une- que del otro lado habría algo completamente fuera de lo común.

-¿A dónde vamos? -asumiendo plenamente mi papel de desconcertado pregunté.

-Vamos a otro mundo -respondió Ella con una mirada.