VII – Archipiélago de actitudes


Salí. Otra vez a la luz del Sol filtrada por el smog, la ansié con la mirada. Las sombras de un edificio caían sincronizadas a treinta grados contra las paredes de otro edificio, y ambos se replicaban continuamente creando una ciudad mientras las golondrinas peinaban un tango silencioso. Cualquiera con oídos y herencia cultural podría haber sabido que un tren se acercaba -o que el efecto Doppler se había vuelto loco tras que un elefante barítono escapara del circo-. Llegué a ver que ella se metía en un auto, e inmediatamente tomé un taxi y pedí al conductor que lo siguiera. Yo estaba cansado de escribir y no pensaba correr detrás del auto.

Fue una buena idea -pienso ahora- porque le daría más dramatismo a la persecución. Sólo esperaba que no hubiera carreras espectaculares -por ejemplo, entre los estantes de una biblioteca pública, porque no hay nada más molesto para alguien que está leyendo en silencio que ser atropellado por un auto-.

Ni bien reanudamos la marcha que se había desanudado dos capítulos atrás, noté que me había puesto mi abrigo al revés, y encima comencé a sentir calor -mitad por el abrigo, mitad por vergüenza y mitad por el calor. Sí, son tres mitades, porque a mí me gustan las cosas impares. Si uno se fija bien, verá que todas las cosas únicas son impares; y puesto que algo no puede tener sólo una mitad, excepto las mitades propiamente dichas, que están compuestas por cinco cuartos, he decidido que sean tres-. Todas las teorías literarias acerca de la elementalidad de las partes de un cuento que hubiese aprendido si no hubiese estado prestando atención a mi propia interpretación de las mismas y de otras cosas con tetas se me escaparon por los poros. Supongo que el lector entenderá la razón de mis nervios... Es que es tan difícil protagonizar un cuento, tanta la presión que despliegan las miradas sobre páginas ya escritas que uno se siente obligado a cumplir con las expectativas, a escribir el cuento que los demás quieren leer, cosa que a algunos les pasa aún no siendo escritores. Sin embargo, me consuela saber que soy rey de mi libertad. ¿Quién nos impide amar a una persona que sólo vimos una vez? Nadie. No hay moldes para confeccionar una vida, así como en el arte verdadero no hay reglas y sólo por eso es posible.

Por si el desprevenido lector no lo ha notado, acabo de confesar que estaba enamorado de aquella huidiza mujer. Aunque de ella sólo conocía lo que despertaba en mí, eso era más que suficiente. Y que en realidad esto no es cuento, sino un ensayo de algo que nunca va a existir, es decir, algo único.

La miraba mirar desde la ventanilla del otro auto y la imaginaba hipnotizada por un círculo de maniquíes ciegos haciendo falso taichí, así como antes repetía sonidos creados hace milenios y yo la imaginaba escupiendo universos. Ella y yo.

Pero, claro, Apolo.

Y así transcurrió el resto de la persecución, entre imágenes y realidades generalmente no compatibles, quizá porque en la realidad no existen las imágenes, sino en las imaginaciones.