Manicomio


-Bienvenido, doctor. Por falta de personal, me designaron para mostrarle las instalaciones, pero le aseguro que estoy bastante cuerdo. Los otros doctores me dejan ayudar a veces con las tareas porque conozco las condiciones de todos los pacientes. En realidad -agregó acercándose a mi oído-, existo porque nadie sabe que estoy aquí. Vamos a hacer un recorrido rápido y luego le acompañaré hasta su habitación. Por aquí, por favor.

Salimos al aire libre por un caminito de piedras que conducía a través del parque rumbo al edificio principal, ubicado bastante lejos. Experimenté una sensación de distancia con respecto a todo lo que me rodeaba, como si hubiera llegado tarde a una fiesta. Los locos cubrían el espacio ejecutando diversas actividades. En nuestro camino se cruzó un grupo que jugaba a la pelota, pero sin pelota, mientras el árbitro soplaba insistentemente un silbato que tampoco existía.

-Él es Lucho –me dijo el guía, como si estuviéramos en un safari-. Se volvió loco por amor, parece. Despierta soñando que sueña despierto y se acuesta esperando dejar de soñar.

Se acercó a él y nos presentó.

-¿Alguien vio un fragmento perdido? Lo dejé en un taxi hace unos meses. No sé si estará triste o si me recordará –dijo Lucho, y no se quedó para oír una respuesta-.

-¿Y ese? –pregunté al guía, sólo por mantener una conversación y poder aferrarme a mi razón.

-Ese es Cacho; es un caso muy especial. En función de la distorsión de su modulación cognitiva, los doctores creen que es un estúpido, aunque él asegura que sólo está loco.

-Y, ¿usted? ¿Cuál es su razón para estar aquí?

-¿Yo? –preguntó con un gesto, señalando con un dedo su propia semblante sorprendida. Hizo una pausa para mirarme como si no entendiera y luego prosiguió-. Yo soy otro producto de su imaginación; le ayudo a volver a su habitación cuando se pierde.

Seguimos caminando. No me atreví a pensar.