Introducción


A simple vista, tal como un ave la vería desde su crucifijo aéreo, la ciudad parece nunca detener su monótono hormigueo. Pero esa visión no es del todo real; hay más. Sí, es verdad, como la manecilla de un reloj que marca solamente los segundos, la ciudad está siempre en aparente movimiento; pero aparece así porque es, justamente, el cambio lo que percibimos, aunque es cierto igualmente que el segundero se detiene tantas veces como reanuda su marcha –tal vez una más, tal vez una menos-, que pasa más tiempo fijo que en movimiento (hasta podríamos decir que es la quietud misma que cambia de posición cada vez que la vemos). Si observamos fijamente un reloj, por un tiempo suficiente, veremos que no es nada menos que un fractal en movimiento, un mapa de los tiempos, donde manecillas más veloces que los sentidos avanzan y se detienen tantas veces por segundo como criaturas diferentes engendra y extingue el medio ambiente, y que otras flechas invisibles marcan los días y las semanas y los meses, y también los años y las vidas y las civilizaciones y las guerras y la duración del firmamento y, tal vez, una vez, el amor. Los radios se entrecruzan por siempre como la tortuga y Aquiles en una carrera sin fin: el tiempo se vuelve cada vez más lento a medida que se acerca a su meta, de manera que cada vez se aleja más de ella. Lo cierto es que la ciudad tiene muchísimas flechas que avanzan militarmente imprimiendo huellas evanescentes en un camino circular. Y cuando todas ellas -las que conocemos y las que no podemos ver- coinciden en un mismo punto, resuenan como campanas y nos hacen recordar que estamos en el mismo tiempo y en el mismo lugar. Porque otras flechas dictan el destino del espacio al igual que sucede con el tiempo, así se conocen ciertas personas entre sí, y, ciertamente, así pasó en esta ciudad.

Si observamos fijamente la metrópoli desde una gran distancia, pero con un detalle atómico, si observamos sus circuitos, donde los electrones todavía no parecen música y se limitan a seguir los caminos que la naturaleza creó con sus mejores cinco dedos, podemos llegar a acercarnos al propósito oculto de esta historia, donde cada átomo es una nota musical de un lenguaje mudo en la sinfonía de la materia al compás de batutas de níquel y cadmio. Descubriremos que esos electrones que buscaban desesperadamente pero confiados un altavoz eran en realidad el alma de Beethoven que buscaba la inmortalidad.

No es la historia menos importante que la historia de la historia, pero tampoco se han visto bosques sin árboles; y para no perdernos en las bifurcaciones perpetuas de la naturaleza botánica del tiempo, debemos saber que éstas -las ramas- son autosemejantes y se propagan por siempre, cambiando de forma como las grandes sinfonías y las pequeñas historias, vale repetir: si observamos fijamente. De manera que la historia de esta ciudad es también la historia que voy a contar, y no es diferente de las vidas de cada uno de los ciudadanos que en ella habitan, ni del tiempo que tarda la aguja segundera de un reloj en dar su veredicto: todo sigue exactamente igual que hace un segundo atrás. Estamos entonces en condiciones de comprender que esta historia -que ocurrió hace ya tiempo- se escribe a medida que se va observando; que en realidad las letras nada significan y que es la observación la que nos contará la realidad. No podemos leer las estrellas, pero podemos leer las constelaciones. No podemos tener, pero podemos soñar. Como estas letras que están aquí, como las estrellas. Como estas palabras que no están aquí, como las constelaciones. A la elección de con qué sabor en la boca se va uno a dormir cada noche, se agrega la del guiso de los tiempos, porque una historia sin contexto es como una costa sin mar.

No es de extrañar, entonces, que nuestro personaje despertara esa mañana sintiéndose anónimo, como si las ondas de sus sábanas lo hubiesen dejado en una arena extrañamente familiar, sobre una playa que veinte años atrás hubiera sido Itaca. El frío golpea contra su ventana. El invierno sería largo -bien lo sabían los antiguos, cuyo mundo reposaba sobre una tortuga [la más eterna de las criaturas que acariciaron la superficie, y que en invierno parecen detener su marcha por siempre (tal vez precisamente por eso las tortugas, como las manecillas del reloj, pueden proseguir su marcha y dejarnos atrás)]-. Mas cuando oímos las tres notas de la muerte, y sobrevivimos para escuchar la otra mitad, como un eco que realmente no está ahí fuera, sino aquí, recordamos que estamos vivos. Tal es la función del reloj y de la sinfonía de la muerte que los campanarios solfean prestamente a la ciudad...

Es decir que desperté durante el primer equinoccio del año, apagué el despertador y continué durmiendo.